Comentario
Un aspecto fundamental de la religiosidad popular es sin duda la veneración a las reliquias de los santos, elemento motor a su vez de no pocos movimientos de peregrinación. Verdaderas o falsas, las reliquias fundamentan en todos los fieles una de las más firmes creencias de todas las épocas. Expresión del favor divino que los santos gozaron ya en vida, sus restos corporales y objetos de uso cotidiano tienen para cualquier fiel una "virtus" de carácter taumatúrgico incontestable. Mas de ahí también la importancia de su posesión, que desató en época medieval una verdadera fiebre por las reliquias en las que los factores políticos y económicos tuvieron gran importancia.
Naturalmente las reliquias más apreciadas eran las que se relacionaban con la vida de Cristo, llegando a contarse -aparte del caso bien conocido de la Vera Cruz- más de 40 sudarios y 35 clavos de la pasión. Estas falsificaciones, que siglos más tarde desatarían el celo mordaz de Voltaire, no eran sin embargo privativas del Redentor, sino que se extendían a cualquier personaje celestial. El saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204 produjo en efecto una enorme inflación de supuestos restos sagrados por todo Occidente, alimentada no tanto por el expolio de la ciudad cuanto por la creciente oferta de talleres orientales especializados en la fabricación de tales supercherías.
Cualquier método era valido pare lograr las preciadas reliquias, como lo demuestra la expedición pirática de los marinos de Bari en el siglo XI contra Mira para conseguir el cuerpo de san Nicolás, o los acuerdos diplomáticos, en esa misma centuria, entre Fernando I de Castilla y el rey taifa de Sevilla relativos a los restos de san Isidoro.
San Luis de Francia se trajo de Tierra Santa nada menos que la corona de espinas, para la que hizo construir la Sainte-Chapelle. Otros, menos afortunados, tuvieron que conformarse con algunas plumas del arcángel san Gabriel (sic) o, incluso, como Andrés II de Hungría, con el aguamanil utilizado por Jesús en las bodas de Caná.
De nada sirvieron las admoniciones de espíritus más avisados como Guiberto de Nogent, quien a principios del XII en su "De pignoribus sanctorum" denunciaba ya el tráfico de falsas reliquias. O la regulación, por el IV Concilio de Letrán, del procedimiento de autentificación de los restos sagrados.